Nacer antes de tiempo




Soy consciente, antes de empezar a escribir, que esto me va a costar hacerlo. Probablemente porque las heridas no están del todo cerradas, pero hay veces que necesitas dar carpetazo a algunos asuntos para poder seguir adelante. Y este es uno de ellos.

                Si habéis leído la anterior entrada en la que os hablaba de mi experiencia con la eclampsia, ya sabréis que mi chica nació a las 30 semanas, lo que la convertía en muy prematura dentro de la escala de prematuros. Vamos, un riesgo importante y si hubiera nacido en otra época u otro país, ni ella ni yo lo estaríamos contando ahora mismo.

                Voy a empezar por contaros el final, para que no os angustiéis. La historia tiene final feliz. Mi chica lleva ya una semana en casa y está bien, pero ha sido un largo periplo de 7 semanas en las que hemos vivido de todo y, sobre todo, he aprendido mucho, principalmente de la vida.

                Ya os dije que mi chica me había enseñado una lección importante siendo tan pequeña, y es que la fuerza con la que se aferraba a la vida era contagiosa, así que fue mi alimento espiritual y mental durante todo este tiempo que de otra manera no hubiera resistido. También os digo que no ha sido un camino de rosas y hemos tenido muchísimos altibajos, pero por suerte ya pasaron (aunque fueron muy putos de vivir).

                La primera semana de vida de nuestra chica me la pasé yo en el hospital ingresada, así que, medio grogui ni me enteré. La segunda, en plena recuperación postparto, estaba tan despistada que no sabía ni qué día era. Ya a partir de la tercera fue cuando me empecé a enterar de lo que iba la vaina y la bala que habíamos esquivado. 

                Justo en esa semana sentimos el primer altibajo: le diagnosticaron una infección. Ella tenía apenas 32 semanas y lo primero que me dijeron es que le habían dado el antibiótico más fuerte por si acaso tenía meningitis. ¿Vosotros sabéis que es la meningitis? Pues eso.

                ¡Ah! Se me olvidaba añadir el escenario a todo esto. La cuarentena por coronavirus. En el hospital sólo podía estar uno de los padres y por razones biológicas, lo lógico es que, si podía, fuera la madre. Así que todas las hostias me las comí sola, como el resto de madres que estaban allí. Una cosa súper humana, claro que sí. No hay nada peor para una madre que tener a un hijo metido en una urna de plástico, totalmente sondado y entubado y que ni siquiera esté nadie para apoyarte cuando te dicen que tu hijo de 32 semanas podría tener una pedazo infección de la hostia. Y digo infección porque fue lo que me pasó allí, pero que allí vivimos muchas experiencias bastante intensas en general.
                Por suerte, hicimos piña las madres de allí. Y es que todas teníamos historias igual de malas, por lo que te sentías totalmente arropada por ellas y por el equipo médico del lugar. Pero sobre todo por las madres, que compartían tu dolor y preocupación. Era entrar a la sala de la UCIN y preguntar a todas cómo estaban sus pequeños todos los días por las mañanas. Compartías sus logros y acompañabas sus tristezas. ¿Qué más nos quedaba?

                Por suerte, y digo suerte con todas las letras, la infección no fue muy grave y remitió a los pocos días. Mi chica entonces empezó a florecer y a la semana 34 ya le quitaron la CPAP (el tubo de respirar) y le pusieron las gafas. El día que la sacaron de la incubadora, esa semana también, fue un día grande porque significaba que la podía COGER y TOCAR sin que una enfermera me supervisara. Ojalá jamás tengáis que ver a vuestro hijo a través de un trozo de plástico transparente y sólo poder tocarle por una ventanita cuando lo único que queréis es cogerle en brazos y decirle que todo está bien y que todo pasará. De verdad. Creo que fue de lo peor que llevé.

                Al poco, lo cambiaron de habitación y nos pasaron a prematuros medios. Eso era el paso para la gran salida a casa, significaba que estaba lo suficientemente bien como para no tener que estar 100% vigilada en la UCIN.

                Fue cogiendo peso y llegó la semana 35. Ese día le hicieron un fondo de ojo y claro, me dijeron que mi chica tenía una retinopatía. Y ya. Y yo, claro, venga a llorar pensando que mi hija iba a ser ciega, que era mi culpa por que hubiera nacido prematura. Por suerte, allí teníamos a una psicóloga que me acompañó, junto a la madre de otro niño, por el trance hasta que salí del puñetero hospital y pude contárselo a mi marido, hecha un mar de lágrimas.  Al día siguiente, su médico me explicó mucho mejor que realmente era que su ojo estaba inmaduro por ser prematura y que la retinopatía era muy leve y que probablemente, en un 90% de los casos, desaparecía a la semana 40-42.

                Esa misma semana nos pidieron, por favor, que nos trasladáramos de hospital. Os cuento. Mi chica nació en el hospital de mi pueblo, pero éste no podía hacerse cargo de menores de 32 semanas, así que nos mandaron a otro hospital más grande. Como no queríamos mover a la bebé, no la devolvimos al primer hospital, aunque nos iba infinitamente mejor. Pues, por problemas con la luna llena o algo (yo que sé), nacieron muchos bebés que necesitaban el espacio mucho más que la mía, que realmente ya estaba bastante bien, pero que no sabía aún comer por boca y llevaba sonda.

                Así que nos trasladamos. Fue la mejor decisión que podíamos tomar. Pasamos de compartir una sala con 8 bebés a tener una habitación propia, y de tomas cada 3 horas por sonda sí o sí, a que la bebé comiera por demanda. Al tener la habitación propia y estar más tranquilas, conseguí lo que no habíamos podido hacer en todo ese tiempo, que se enganchara al pecho. Y así, empezó a mamar. Había tardado dos semanas de estar con ella con paciencia, toma tras toma, dejándola jugar con el pecho, hasta que ella se enganchó y empezó a aprender a comer. Y aquí también me ayudaron mucho las enfermeras del hospital de mi pueblo, que tuvieron toda la paciencia del mundo para enseñarme a mí y a mi marido a eso y a muchas otras cosas más. Porque no os lo he contado, pero en ese hospital tenían otros protocolos en esa fase del coronavirus y podía estar conmigo el padre de la niña, el gran olvidado de esta historia.

                Mi marido se había pasado ese mes y medio entero llevándome y trayéndome porque con la ansiedad, que había rebrotado tras dos años, no podía coger el coche. Había aguantado estoicamente mis penas y me había apoyado todo este tiempo con toda la buena cara que podía poner. Pero se habían olvidado de que él también era su padre y que él también necesitaba verla. Lo de las madres está muy bien, pero aquí rompo una lanza a favor de los padres, que también tienen todo el derecho del mundo a implicarse. Ya basta de poner toda la carga a las madres. Es cierto que biológicamente los bebés están programados para estar con nosotras, pero nosotras necesitamos apoyo y éste, normalmente, lo suelen dar los padres. Apoyo para las madres, era lo que pedíamos todo el rato en el hospital grande, pero ni caso por el puto coronavirus.

                Pues así, las dos más tranquilas, con papá en la ecuación, nuestra pequeña familia vivió feliz en aquella habitación una semana hasta que nuestra chica aprendió a comer solita como toda una campeona. Y es que, el día que cumplía 36 semanas, decidió que pasaba mucho de comer con sonda y se la arrancó. Los médicos decidieron que para qué ponérsela de nuevo y que iban a darle la oportunidad de comer por boca. Así que, mamá, papá y las enfermeras que la cuidaban se armaron de paciencia y sus frutos se vieron cinco días más tarde, cuando nos dieron el alta y pudimos irnos a casa.

                Quisiera, primero de todo, recalcar los excelentes profesionales que tenemos en la sanidad pública. No sabrán jamás lo muy agradecidos que les estamos por todo lo que nos han ayudado y cuidado. Si no sois conscientes de lo importante que es proteger este bien de todos, es que no os habéis tenido que enfrentar a una situación como ésta. No esperéis a tener que pasar por un mal trago para apreciar la sanidad pública, de verdad.

                Ha sido muy duro. Es tan duro que mi cerebro creo que ha vivido en una realidad paralela todo este tiempo y que yo no he visto la magnitud de esto porque si no me hubiera vuelto loca del todo. He llorado mucho. Muchísimo. He aprendido mucho también. He sabido lo mucho que me quería la gente a mí y a mi chica, lo cual ha sido un puntal ultra importante. Y, por último, me he dado cuenta de que, al final, hay que valorar las pequeñas cosas de la vida, que son las que te hacen de verdad feliz. Y ahora, en mi casa, con mi bebé y mi marido, con todas las visitas de amigos y familiares que quieren conocer a la pequeña, soy feliz. Sobre todo, porque como os decía al principio, hemos esquivado una bala que nos hubiera hecho mucho daño.

Ysora

Librera y lectora empedernida, aficionada al manga y al cómic desde edad temprana, su gran afición es encontrar obras extrañas y diferentes para poder disfrutarlas sola y en compañía.

1 comentario:

  1. Snif... snif... ¡BUAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH...! Es lo más bonito que has escrito nunca, porque sale directamente del corazón, y se nota.

    La nena es una luchadora valiente y fuerte como sus padres. La queríamos desde antes de que naciera, pero ahora la requetequeremos más aún.

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